Asociación Vasca de periodistas - Colegio Vasco de periodistas

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VIOLENCIA URBANA

Por Montxo Urraburu

La oleada de violencia urbana en los barrios ha vuelto a enfrentarnos con el rostro más desagradable de nuestras ciudades. Aunque son muchos los factores sociales, culturales y económicos presentes en este fenómeno que no por extendido puede ser interpretado en toda su complejidad, no cabe duda de que su cruda irrupción está vinculada en mayor o menor medida con la realidad de las urbes modernas.

Muchos barrios de hoy en día son espacios con apariencia de calidad de vida, a veces más alta que el estándar, con servicios suficientes, bien dotados y con personalidad urbana propia que los aleja del antiguo suburbio. Sino que constituyen asentamientos de población estable con un razonable nivel de vida poco diferentes entre unos y otros. Pero al mismo tiempo se consolida un tipo de ciudad con muchos barrios se convierte en territorios de la marginalidad con una extraña voz de llamada de inmigrantes de un mismo origen o los que no ha tenido oportunidades para ascender en la escala social. Son zonas distintas que se diferencian no solo por el tipo de sus moradores, sino también por los extraños que, de paso, los visitan. Abundan en ellas las zonas “de no ir”.

Estos lugares no establecen puentes de comunicación. Y ni siquiera actúan como refugio identitario  generadores de culturas definidas. El barrio vuelve a ser como un recinto amurallado que mira con recelo hacia los otros recintos próximos a el , pero la mirada sospechosa acaba contagiando a los propios vecinos. Aunque se les quiera equiparar con los actores de las revoluciones proletarias, los incendiarios de automóviles, no responden al patrón del paria miserable: circulan en motocicletas, visten ropa deportiva de marca y se comunican con teléfonos móviles. Sus acciones se encuadran en el esquema del gamberro o del miembro de una banda callejera que en el de agitador social con acusada conciencia de clase. Son, en  definitiva , productos de una cultura urbana, de la incertidumbre  y de la insatisfacción que aquella genera. Quizá de ahí la paradoja de que sus actos destructivos se ceben en el patrimonio privado o público de sus propias comunidades y de sus miembros. El ser humano es un  manojo de hábitos, de rutinas, de gestos repetidos, de normas muchas veces arbitrarias que prefiere no cuestionar porque eso supone trabajar. La obediencia incondicional, el acatamiento, la servidumbre ciega resultan más útiles de lo que parecen cuando se trata de complicarse ni asumir responsabilidades. Mi agradecimiento a quien a cambio de, no sé cuantas cervezas, me facilito estas y otras confidencias  en una tarde de verano.